Sé que es posible que si hoy enciendo un cigarro, pongo canciones de Sabina y me acomodo en la ventana a ver llover, sería capaz de tirar a la basura todo por lo que he luchado esta última semana. Y lo peor es que, en este momento, siento que no me molestaría del todo. Todavía a veces me pregunto si todo esto vale la pena. Mi parte razonable siempre sale a relucir de inmediato, recordándome por qué vale la pena dejar de fumar, dejar de comer carne roja, hacer ejercicio y todo lo demás. Pero aún queda esa parte melancólica mía que se niega a morir, que se niega a rendirse. Es como si, sin avisar, algo dentro de mi se rompe y busca volver a su lugar de partida. Pero ese no era un lugar agradable, aún si lo amé hasta la locura, lo odie también con toda mi alma. Nunca antes quise salir, no con tantas ganas. No creo ir aún ni a la mitad del camino, pero voy mejor que todas las veces anteriores. La diferencia, que antes no pensé que sería tan, pero tan grande, es que hoy no estoy sola. Hoy, por primera vez en la vida, siento que hay algo importante por qué luchar, y ya no sólo una idea, un sueño, un concepto. Van ya once días y no me he arrepentido, ni he caido al piso, no he desmayado. Pero duele. Duele más que un simple cambio de casa. Duele abandonar el mundo en el que nací, duele buscar la cordura.
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