Durante la noche, el mundo se detiene, y es entonces cuando uno tiene la oportunidad de bajarse. De desaparecer mientras nadie lo nota. Me gustaba jugar a que vivía sola cuando me quedaba despierta por la noche. No hacía ruido para no despertar a los vecinos, y no por mi madre. A las dos de la mañana en punto, ni un minuto más ni un minuto menos, me daba hambre. Y entonces tenía la opción de fumarme otro cigarro o de ir al refrigerador por comida. Lo más común, era que escogiera lo primero. A veces me robaba traguitos de licor de mi madre, sólo para liberar un poco a la mente. Casi nunca estaba sola. Tenía/tengo un par de contactos que gustan de hacer lo mismo que yo: de vez en cuando escaparse del mundo. Del mundo como lo conocemos. Es curioso que fue en esas noches, y no en los días, cuando fui más yo que nunca. Más yo que la yo que todos conocen, más yo que la yo del día. Y sí, son dos Dianas diferentes. Para empezar una de ellas ni siquiera se llama Diana (historia complicada). No pensé que el abrir un blog nuevo significaría hablar de la yo que ya no quiero ser, quería hablar de la yo que lucho por ser. Pero supongo que es más fácil hablar de los viajes pasados, de las tierras ya exploradas, de los mares ya conocidos. Y me cuesta trabajo creer que todavía falten más mares por descubrir. Tierras y cielos que no he dibujado. Me pregunto quién los recorrerá a mi lado, si iré yo sola sobre mis propios pies. A decir verdad tengo miedo, pero ya no miedo a quedarme sola (que sí me da miedo pero también me emociona) sino a caer, a caer y tener que levantarme sola. O a caer y no poder volver a levantarme. Miedo a olvidar todas aquellas noches de mi adolescencia que pasé despierta y definieron lo que fui y de cierta forma lo que quiero ser hoy. Miedo a perder el rumbo, a olvidar de dónde vengo y por qué todo esto vale la pena. Por qué vale la pena dejar de fumar, dejar de comer carne roja, hacer ejercicio y todo lo demás. Vale la pena por los paisajes que me faltan por recorrer en bicicleta, por pasar mis últimos días jugando y no en una cama de hospital. Vale la pena por los mares en los que no he buceado, las montañas que no he caminado, por este mundo grande y confuso que aún no conozco, a pesar de haber nacido en él.
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